«Madre mantiene su distancia, creyendo que solo queremos su riqueza»
Vicente y Ana se quedaron junto a la ventana, observando cómo caían las hojas otoñales en el tranquilo suburbio de su hogar de la infancia. La casa, que una vez estuvo llena de risas y calor, ahora resonaba con un silencio palpable que ninguno de los hermanos quería enfrentar. Su madre, Violeta, se había vuelto cada vez más distante, no por malicia o locura, sino por una creencia arraigada de que sus hijos solo se acercaban a ella por apoyo financiero.
Todo comenzó cuando Vicente, el mayor de los dos, atravesó un mal momento después de perder su trabajo en una empresa de marketing. Sus ahorros disminuyeron mientras luchaba por encontrar trabajo, y por desesperación, recurrió a Violeta en busca de ayuda. Violeta, viuda que había gestionado con astucia la herencia de su difunto esposo Walter, inicialmente fue comprensiva y le proporcionó el apoyo necesario para recuperarse.
Sin embargo, a medida que los meses se convertían en un año, la percepción de Violeta comenzó a cambiar. Notó que las llamadas de Vicente se hacían menos frecuentes, y cuando ocurrían, a menudo terminaban con una solicitud de dinero. Ana, también, había pedido ayuda financiera durante su divorcio de Sergio, aumentando la sospecha de Violeta de que sus hijos la veían como nada más que un cajero automático.
El punto de ruptura llegó durante lo que se suponía que sería una reunión familiar festiva. Violeta había invitado a Vicente y Ana para el Día de Acción de Gracias, con la esperanza de reavivar el vínculo familiar. Sin embargo, la cena terminó en desastre cuando Vicente, estresado y quizás demasiado franco, mencionó sus problemas financieros continuos y dio a entender que necesitaba más ayuda. Violeta, sintiéndose acorralada y explotada, estalló, acusando a sus hijos de visitarla solo con motivos ocultos.
Desde ese día, el corazón de Violeta se endureció. Se comunicaba mediante correos electrónicos breves y rechazaba las llamadas, sus mensajes siempre eran corteses pero fríos. Vicente y Ana estaban heridos, confundidos por el repentino cambio de actitud de su madre. Intentaron explicar, pedir disculpas por cualquier dolor que pudieran haber causado, pero Violeta permaneció inamovible.
Los hermanos decidieron visitar a su madre una fría tarde de octubre, con la esperanza de enfrentar el problema cara a cara. Encontraron a Violeta en el jardín, cuidando sus rosas, una afición que siempre le había traído alegría. El aire estaba tenso mientras se acercaban, el crujido de las hojas secas bajo sus pies rompía el silencio.
«Madre, necesitamos hablar», comenzó Vicente, con voz temblorosa. «Lo sentimos si pareció que solo estábamos tras tu dinero. Esa nunca fue nuestra intención.»
Violeta hizo una pausa, de espaldas a ellos. «He pensado mucho», dijo, su voz firme pero triste. «Y creo que es mejor si mantenemos las cosas así. Necesito protegerme.»
La voz de Ana se quebró mientras intentaba acercarse. «Mamá, por favor, no hagas esto. Te queremos.»
Violeta dejó sus herramientas de jardinería y finalmente se volvió para enfrentarlos. Sus ojos, una vez vibrantes y llenos de afecto, estaban resguardados. «Necesito pensar en mi bienestar. No puedo sacudirme la sensación de que solo soy un medio para un fin para ambos.»
Con eso, Violeta regresó a la casa, dejando a Vicente y Ana de pie entre las hojas caídas, una brisa fría los envolvía. Entonces se dieron cuenta de que la brecha financiera había crecido demasiado, quizás demasiado para volver a cerrarla alguna vez.
Mientras caminaban de vuelta a su coche, los hermanos sabían que su relación con su madre quizás nunca se recuperaría. La realización era tan escalofriante como el aire otoñal que los envolvía.