«Eras como un cachorro perdido, y me acogiste», dijo el hijo

El sol se ponía sobre el pequeño pueblo de Robledillo, proyectando largas sombras a través de los patios traseros delimitados por viejas vallas y setos descuidados. Viviana acababa de terminar de limpiar después de la cena cuando notó que la puerta trasera estaba entreabierta. Un sentimiento de inquietud se apoderó de su corazón mientras llamaba a su hijo, Daniel.

«¿Daniel, estás ahí?» su voz temblaba ligeramente mientras salía al fresco aire de la tarde. No hubo respuesta, solo el suave susurro de las hojas. El corazón de Viviana latía aceleradamente mientras caminaba hacia el seto en el extremo del jardín, sus zapatillas crujían suavemente sobre el césped.

Al acercarse al seto, escuchó sollozos suaves y ahogados. Apartando las ramas, encontró a Daniel, su hijo de diez años, acurrucado contra la valla, con el rostro oculto entre los brazos. Su cuerpo se sacudía con cada sollozo, y el corazón de Viviana se hundió.

«Oh, Daniel, ¿qué te pasa?» preguntó, sentándose a su lado sobre la hierba húmeda. Daniel levantó la vista, sus ojos rojos e hinchados por el llanto. Intentó hablar, pero las palabras se ahogaban en lágrimas.

«Era como un cachorro perdido, y me acogiste», logró decir entre sollozos. Viviana lo abrazó, atrayéndolo hacia ella. «¿Qué pasó hoy en la escuela?» preguntó con suavidad, temiendo lo peor.

Daniel tomó una profunda respiración, intentando componerse. «Ellos… ellos no dejaban de burlarse de mí», tartamudeó. «Dijeron que no pertenezco allí porque no soy como ellos. Dijeron que tú no eres mi verdadera madre y que solo me encontraste y te dio lástima.»

El corazón de Viviana dolía al escuchar las palabras de Daniel. Lo había adoptado cuando era solo un bebé, y lo amaba profundamente como cualquier madre podría. Acariciaba su cabello, intentando aliviar su dolor.

«Tú eres mi hijo verdadero, Daniel. Perteneces conmigo, no importa lo que digan los demás», susurró, pero sus palabras parecían ofrecer poco consuelo. Daniel se apartó ligeramente, mirándola a los ojos con una mezcla de confusión y tristeza.

«Pero, ¿por qué me odian, mamá? ¿Por qué soy tan diferente?» preguntó, su voz apenas un susurro.

Viviana suspiró, sus propios ojos llenándose de lágrimas. «La gente teme lo que no entiende, mi amor. Pero eso no lo hace correcto, y no te hace menos maravilloso.»

Se sentaron en silencio mientras el cielo se oscurecía, el peso de las palabras de Daniel colgando pesadamente entre ellos. Viviana sabía que este era solo el comienzo de muchas conversaciones y momentos difíciles que tendrían que enfrentar juntos.

Mientras volvían a la casa, la mano de Daniel en la suya se sentía más pequeña y vulnerable. Viviana la apretó suavemente, una promesa silenciosa de estar siempre allí, aunque sabía que no podía protegerlo de toda la crueldad del mundo.

Esa noche, mientras Viviana arropaba a Daniel en la cama, susurró: «Eres amado, más de lo que jamás podrás saber.» Daniel asintió, sus ojos aún teñidos de tristeza. Viviana apagó la luz y cerró la puerta, su corazón pesado con el conocimiento de que algunas heridas tardan mucho en sanar.