Por qué no pude llevar a mamá a casa desde la residencia: Una decisión que mantengo

Laura siempre había sido el pilar de su madre Sierra, especialmente después de que su padre, Jerónimo, las abandonara cuando ella era solo una adolescente. Tenían un vínculo que parecía inquebrantable, incluso estando a kilómetros de distancia. Laura vivía en California, persiguiendo su carrera, mientras que su madre residía en un pequeño y acogedor pueblo en Oregón. A pesar de la distancia, permanecieron cercanas, hablando por teléfono varias veces a la semana.

Hace unos cinco años, cuando Sierra tenía 68 años, su salud empeoró. Comenzó con olvidos, los cuales ambas se tomaban a broma como parte del envejecimiento. Pero no pasó mucho tiempo antes de que los olvidos se convirtieran en confusión, y luego en un diagnóstico para el cual ninguna de las dos estaba preparada: Alzheimer de inicio temprano.

El mundo de Laura se puso patas arriba. Comenzó a volar de ida y vuelta entre California y Oregón cada pocas semanas, tratando de equilibrar su carrera con sus crecientes responsabilidades como cuidadora de su madre. Fue durante una de estas visitas que Laura notó cuánto había deteriorado la condición de Sierra. Las conversaciones se volvieron más desafiantes, y Sierra a menudo se perdía en medio de una frase, sus pensamientos desvaneciéndose en el silencio.

A pesar de las dificultades, Sierra suplicaba a Laura que la sacara de la residencia en la que había sido colocada y la llevara a casa. Fue una solicitud desgarradora. Laura pasó muchas noches en vela luchando con la culpa y la preocupación. Investigó, buscó consejos de profesionales e incluso se acercó a su padre distanciado, Jerónimo, con la esperanza de encontrar una solución que pudiera brindarle a su madre algo de paz.

Pero en el fondo, Laura sabía. Sabía que su madre necesitaba cuidados profesionales que ella no podía proporcionar. Sabía que la residencia tenía los recursos y la experiencia para manejar la condición de Sierra y mantenerla segura. Y lo más doloroso, sabía que llevar a su madre a casa sería más para su propia tranquilidad que para el bienestar de su madre.

Fue una decisión que no fue fácil, y fue una que Sierra no podía entender debido a su condición. La culpa pesaba mucho sobre Laura, especialmente durante las visitas cuando Sierra preguntaba, con una claridad que iba y venía, cuándo podría ir a casa.

Laura mantuvo su decisión, aunque le costó muchas noches de insomnio y lágrimas. Visitaba a Sierra tan a menudo como podía, asegurándose de que su madre recibiera el mejor cuidado posible y llenando sus días con tanto amor y familiaridad como podía reunir.

La historia no tiene un final feliz. La condición de Sierra continuó declinando, y las visitas se convirtieron más en proporcionar consuelo que en tener conversaciones. Laura aprendió a encontrar consuelo en los pequeños momentos de reconocimiento, las sonrisas fugaces y el conocimiento de que había tomado la mejor decisión posible para la seguridad y el bienestar de su madre.

Fue una elección difícil, una que Laura nunca lamentaría, pero también una que deseaba nunca haber tenido que hacer.