«Me detuve y sugerí que mis suegros llamaran a la mujer perfecta para llevarlos a la estación de tren»
Era una fresca mañana de otoño cuando me encontré conduciendo a Alberto y Gracia al pintoresco pueblito donde habían pasado su luna de miel. Marcos, mi esposo, estaba ocupado con un proyecto urgente en el trabajo y no pudo acompañarnos. A pesar de los vibrantes colores otoñales y el sereno trayecto, había una tensión palpable en el aire.
Alberto, un oficial militar retirado, siempre había sido un hombre de pocas palabras, pero hoy su silencio se sentía más pesado que de costumbre. Gracia, con sus ojos amables y su actitud gentil, parecía perdida en sus pensamientos, a menudo mirando por la ventana con una expresión melancólica.
Cuando nos acercábamos a la mitad del camino, Gracia de repente me agarró del brazo. «¿Podrías detenerte un momento, querida?» me pidió, con una voz teñida de urgencia. Accedí, dirigiendo el coche a un pequeño descanso al lado del camino. En el momento en que el coche se detuvo, la compostura de Gracia se desmoronó y comenzó a sollozar en silencio.
El rostro severo de Alberto se suavizó mientras extendía su mano para consolar a su esposa. «Está bien, Gracia. Sabíamos que este día podría llegar», murmuró. Yo me quedé desconcertada, sin saber cómo ayudar o qué había causado este repentino estallido.
Después de unos minutos, Gracia se compuso y compartió la razón de su angustia. «Recibimos una llamada de Valentina esta mañana», comenzó, refiriéndose a su vecina y amiga de la familia de toda la vida. «Nos dijo que nuestra antigua casa, la que vio crecer a Marcos y sus hermanos, se incendió anoche. Se… se ha ido, todos los recuerdos, todo.»
La noticia me golpeó como un mazazo. Sabía cuánto significaba esa casa para toda la familia. Era más que una estructura; era un depósito de recuerdos y hitos queridos.
Intentando salvar el día, sugerí, «¿Por qué no llamamos a Valentina? Quizás ella pueda llevarlos a la estación de tren, y ustedes pueden volver a casa para manejar todo. Yo puedo arreglármelas aquí y unirme a ustedes más tarde.»
Alberto asintió en acuerdo, su habitual resiliencia aflorando en medio de la adversidad. Marqué el número de Valentina y le pasé el teléfono a Gracia, quien explicó la situación entre sollozos. Valentina, siempre la mujer perfecta para cualquier crisis, aceptó de inmediato ayudar.
Mientras observaba a Alberto y Gracia esperar la llegada de Valentina, mi corazón se dolía por ellos. El viaje de regreso a la estación de tren fue silencioso, cada uno perdido en sus pensamientos, la emoción anterior del viaje eclipsada por el sombrío giro del día.
Valentina llegó puntualmente, su eficiencia un pequeño consuelo en el caos de emociones. Después de despedidas sinceras, vi cómo el coche desaparecía carretera abajo, sintiendo una mezcla de tristeza e impotencia.
El viaje de vuelta a casa fue largo y solitario. No podía sacudirme la melancolía que se había asentado sobre mí. Marcos llamó varias veces, su voz llena de preocupación, pero tenía poco consuelo que ofrecer. El día había comenzado con tanta promesa y terminó en un recordatorio de cuán rápido pueden cambiar las cosas.
Cuando entré en nuestro camino de entrada, el sol se estaba poniendo, proyectando largas sombras a través del jardín. El día había terminado, y con él, un capítulo en nuestras vidas había concluido, no con reminiscencias alegres, sino en un luto silencioso por lo que se había perdido.