«Mi marido se convirtió en un vago y quejica, y yo tuve parte de culpa»

Cuando Guillermo y yo nos conocimos, la energía entre nosotros era innegable. Ambos éramos ambiciosos, llenos de sueños y listos para conquistar el mundo juntos. Nuestras primeras citas estaban llenas de largas conversaciones sobre dónde nos veíamos en el futuro, y estaba claro que ambos visualizábamos una vida basada en la independencia y la autosuficiencia.

Después de un romance intenso, decidimos casarnos. Yo era firme en no vivir con ninguno de nuestros padres. Mis padres siempre habían sido algo dominantes, y los de Guillermo no eran diferentes. Queríamos nuestro espacio, nuestras reglas y nuestro estilo de vida. Parecía el plan perfecto, pero subestimamos los desafíos de empezar desde cero.

Nos mudamos a un pequeño apartamento que era asequible con nuestros salarios de nivel de entrada combinados. No estaba en la mejor parte de la ciudad, pero era nuestro. Los primeros meses fueron una fase de luna de miel en todos los aspectos. Decoramos nuestro lugar, organizamos cenas y disfrutamos enormemente de la libertad.

Sin embargo, a medida que la novedad se desvanecía, la realidad comenzó a imponerse. El trabajo de Guillermo en soporte técnico era exigente y a menudo requería que trabajara en horarios extraños. Mi trabajo como coordinadora de marketing junior no era menos estresante. Nos encontramos exhaustos, y gestionar las tareas y las facturas se convirtió en una fuente de conflicto.

Poco a poco, Guillermo comenzó a cambiar. Empezó a pasar más tiempo en el sofá después del trabajo, viendo la televisión o jugando videojuegos, mientras yo manejaba la mayoría de las responsabilidades del hogar. Su comportamiento entusiasta se transformó en irritación constante y letargo. Siempre que planteaba mis preocupaciones, terminaba en discusiones donde se quejaba de todo, desde su trabajo hasta los vecinos.

Al principio intenté ser comprensiva, atribuyendo su comportamiento al estrés laboral. Pero a medida que las semanas se convertían en meses, mi paciencia se agotaba. Me sentía más como una cuidadora que como una pareja. Nuestras conversaciones se redujeron a meras discusiones sobre qué comer o quejas sobre las facturas.

Una tarde, llegué a casa después de un día particularmente largo en el trabajo para encontrar a Guillermo tendido en el sofá, rodeado de envases de comida para llevar y platos sucios. El fregadero estaba lleno, y parecía que la basura llevaba una semana sin sacarse. La frustración y el agotamiento que sentí alcanzaron un punto crítico.

«Guillermo, esto no puede seguir así», dije, mi voz una mezcla de ira y desesperación. «Se supone que estamos en esto juntos, pero siento que estoy haciendo todo yo sola.»

Guillermo levantó la vista, su expresión una mezcla de molestia y fatiga. «Estoy cansado, Nora. Estoy cansado todo el tiempo. Quizás esto fue un error. Quizás no estábamos listos para todo esto.»

Esa conversación quedó en el aire durante días. Empezamos a hablar cada vez menos. Me di cuenta de que en mi insistencia en la independencia, quizás había pasado por alto la importancia de un sistema de apoyo, de estar cerca de la familia cuando los tiempos se ponían difíciles. Pero ya era demasiado tarde. La brecha entre nosotros se había ampliado demasiado.

Una tarde lluviosa, volví a casa para encontrar las pertenencias de Guillermo desaparecidas. Había una nota en el frigorífico que decía: «Lo siento, Nora. Necesito tiempo para pensar.» Me quedé allí, en medio del silencio de nuestro ahora medio vacío apartamento, dándome cuenta de que nuestro viaje juntos había llegado a su fin, no con un estruendo, sino con un susurro tranquilo y doloroso.