«¿Para qué molestarse con las flores? Deberías plantar verduras», se burló la madre de Carlos

Carolina siempre había encontrado consuelo en los pétalos y tallos de las flores. De niña, pasaba horas en el jardín de su abuela Viviana, un rincón exuberante del mundo lleno de dalias, rosas y flores silvestres. Cada visita era una búsqueda del tesoro mientras descubría nuevos colores y aromas. Su abuela le enseñó los nombres de cada especie, transmitiendo un conocimiento tan antiguo como la tierra que cultivaban.

Sin embargo, en casa, la pasión de Carolina por las flores se encontraba con el desdén práctico de su madre. Su madre, una mujer severa llamada Laura, creía en la utilidad de la tierra. Para ella, cada centímetro de suelo era una oportunidad para cultivar alimentos, no belleza. «¿Para qué molestarse con las flores? Deberías plantar verduras», solía comentar, despreciando los arreglos florales de Carolina con un gesto de su mano.

A pesar de la falta de apoyo de su madre, el padre de Carolina, Carlos, le construyó un pequeño parterre de flores en la esquina de su patio trasero para su decimosexto cumpleaños. No era mucho, pero era suficiente para que Carolina comenzara a cultivar su propio pequeño paraíso. Plantó zinnias, caléndulas y girasoles, cada flor una desafío a las vistas utilitarias de su madre.

Con el cambio de las estaciones, el jardín de Carolina floreció, convirtiéndose en un estallido de colores y fragancias que atraían a abejas y mariposas. Los vecinos se detenían para elogiar su jardín, lo que llenaba a Carolina de orgullo. Sin embargo, la aprobación de su madre seguía siendo esquiva.

Una tarde, mientras el otoño se acercaba, Carolina escuchó a sus padres discutir en la cocina. «Es solo una pérdida de espacio y agua», insistía Laura. «Si plantáramos tomates o pimientos, al menos podríamos comer de ello. Las flores son solo… frivolidades».

Carlos intentó defender el jardín de Carolina, argumentando que le traía felicidad, pero Laura no quería escucharlo. La discusión terminó con un pesado silencio que se cernió sobre la casa durante días.

Decidida a demostrar su punto, Laura tomó una medida drástica una mañana. Carolina se despertó con el sonido de una pala y salió a una escena desgarradora. Su madre estaba en el jardín, arrancando sus flores con una determinación sombría. Los girasoles yacían marchitos, y las caléndulas eran desechadas como malas hierbas comunes.

«¿Por qué estás haciendo esto?» gritó Carolina, con la voz quebrada mientras corría para salvar lo que podía.

«Son solo flores, Carolina. Es hora de que aprendas a ser práctica», dijo su madre fríamente, sin mirar a los ojos llenos de lágrimas de su hija.

Devastada, Carolina recogió las flores arrancadas, temblando. Intentó replantar algunas, pero el daño era demasiado severo. El jardín que alguna vez había sido su refugio ahora era solo un trozo de tierra rasgada.

En las semanas siguientes, el espíritu de Carolina pareció marchitarse como sus flores. Se replegó en sí misma, lamentando no solo su jardín sino también la incapacidad de su madre para entender su amor por la belleza. El patio trasero permaneció yermo, un testimonio silencioso del conflicto entre la practicidad y la pasión.

Carlos observaba cómo su hija se retiraba del mundo, lamentando su incapacidad para proteger su santuario. Sabía que el jardín era más que solo flores para Carolina; era una conexión con su abuela, un vínculo con un mundo más amable.

A medida que se acercaba el invierno, los vientos fríos parecían más duros ese año, barriendo el jardín vacío. Carolina ya no se detenía a mirar los parterres de flores durante sus paseos. Algo hermoso se había perdido, y la escarcha parecía asentarse no solo en el suelo, sino también en los corazones de la familia.