«Cora Se Sentó y Lloró, Ahora la Casa Pertenecía a Extraños, y Ella Estaba a Su Merced»
Cora se sentó en el banco de madera desgastado, con la mirada fija en la vieja casa que había sido su hogar desde que tenía memoria. La pintura estaba descascarada y las contraventanas colgaban torcidas, pero para ella seguía siendo hermosa. Guardaba recuerdos de risas, amor y una vida de arduo trabajo. Ahora, pertenecía a extraños, y ella estaba a su merced.
No podía comprender cómo había llegado a esto. Cora siempre había creído en vivir una vida honesta. Nunca deseó el mal a nadie y había hecho todo lo posible por criar a su único hijo, Javier, con los mismos valores. Pero en algún momento, las cosas habían salido terriblemente mal.
Javier había sido un niño brillante, lleno de promesas. Destacaba en la escuela y soñaba con convertirse en médico. Cora trabajó incansablemente para apoyarlo, tomando turnos extras en el restaurante y ahorrando cada centavo. No quería nada más que verlo triunfar.
Pero a medida que Javier crecía, se volvió distante. Se juntó con malas compañías y comenzó a tomar malas decisiones. Cora intentó intervenir, pero él la apartó. Abandonó la universidad y comenzó a vagar de un trabajo sin futuro a otro. Los sueños de un futuro brillante se desvanecieron en una neblina de decepción.
Un día, Javier vino a Cora con una propuesta. Había conocido a un hombre llamado Luis que prometía ayudarlo a salir adelante. Todo lo que necesitaban era un poco de dinero para invertir. Cora dudaba, pero Javier fue persuasivo. Le aseguró que esta era su oportunidad para cambiar las cosas.
Contra su mejor juicio, Cora accedió a hipotecar la casa. Firmó los papeles con el corazón pesado, esperando que esta fuera la oportunidad que Javier necesitaba. Pero con el paso de los meses, quedó claro que Luis no era más que un estafador. El dinero desapareció y Javier se quedó solo con promesas rotas.
El banco llamó, y Cora se encontró incapaz de mantener los pagos. La notificación de ejecución hipotecaria llegó como una sentencia de muerte. Suplicó al banco, explicando su situación, pero no se conmovieron. La casa se vendió en una subasta y Cora tuvo unas pocas semanas para desalojar.
Ahora, se sentaba en el banco, observando cómo los nuevos propietarios se mudaban. Eran una pareja joven con dos niños pequeños, llenos de emoción por su nuevo hogar. Cora sintió una punzada de envidia y tristeza. Esta casa había sido su santuario, y ahora se había ido.
No tenía adónde ir. Sus ahorros estaban agotados y Javier no aparecía por ningún lado. Desapareció poco después de la ejecución hipotecaria, dejando a Cora para valerse por sí misma. Buscó ayuda entre amigos y familiares, pero no pudieron o no quisieron ayudarla.
Cora pasaba sus días vagando por las calles, buscando un lugar donde descansar sus cansados huesos. Encontraba refugio temporal en albergues para personas sin hogar y comedores sociales, pero era muy diferente del confort de su propio hogar. Las noches eran las más difíciles, llenas de frío y soledad.
Con la llegada del invierno, la salud de Cora comenzó a deteriorarse. Desarrolló una tos persistente que se negaba a desaparecer. Intentó buscar ayuda médica, pero sin seguro ni dinero, sus opciones eran limitadas. La mujer que una vez fue fuerte y crió a un hijo sola ahora era frágil y vulnerable.
Una noche amargamente fría, Cora se encontró acurrucada en un portal, temblando incontrolablemente. Cerró los ojos y pensó en la vieja casa, en el calor y el amor que una vez tuvo. Lágrimas rodaron por su rostro al darse cuenta de que nunca volvería a verla.
En las primeras horas de la mañana, el cuerpo de Cora finalmente sucumbió al frío. Falleció tranquilamente, sola y olvidada por el mundo que una vez fue su hogar.