«No encuentro el impulso para ganar más. Si tuviéramos un hijo, las cosas serían diferentes», dice mi marido: ¿Y si eso nunca ocurre?
Javier y yo habíamos estado en una rutina cómoda durante los últimos dos años. Nuestras noches a menudo se pasaban en el suave resplandor de la televisión, con cajas de comida para llevar esparcidas por la mesa de centro. No era una vida glamurosa, pero era la nuestra. Sin embargo, bajo la superficie de estas noches tranquilas, había comenzado a gestarse una tensión centrada en el futuro y nuestra estabilidad financiera.
Javier trabajaba como diseñador gráfico freelance, un trabajo que le permitía la libertad que tanto apreciaba pero ofrecía poco en términos de seguridad financiera. Yo, Ariana, trabajaba como maestra de escuela, un rol que amaba por el impacto que tenía en los niños pero, admitámoslo, no era un rol que generara grandes ingresos. Juntos, ganábamos lo suficiente para cubrir nuestros modestos gastos de vida, pero ahorrar siempre era una lucha constante.
El tema de mejorar nuestros ingresos había surgido varias veces, y cada discusión parecía seguir el mismo guion frustrante. Javier se encogía de hombros, su respuesta habitual era: «Simplemente no siento la motivación para perseguir más dinero. Pero si tuviéramos un hijo, sé que sería diferente. Tendría una verdadera razón para esforzarme».
Esta perspectiva me resultaba tanto desconcertante como preocupante. La idea de traer un niño a nuestro mundo como catalizador para el crecimiento personal y profesional no solo parecía impráctica, sino también injusta. Los niños deberían llegar a un entorno estable, uno donde sean deseados por sí mismos, no por el potencial de alterar las trayectorias profesionales de sus padres.
Una fría noche de noviembre, la conversación tomó un giro más serio. Estábamos sentados en nuestro desgastado sofá, la luz parpadeante de la TV proyectando sombras en la habitación. Me giré hacia Javier, el peso de mis pensamientos haciendo que mi voz sonara más solemne de lo habitual.
«Javier, necesito saber. ¿Y si no podemos tener hijos? ¿O si decidimos no tenerlos? ¿Qué pasa entonces? ¿Nunca encontrarás una razón para esforzarte más?»
Javier me miró, su expresión ilegible en la luz tenue. Tras una larga pausa, suspiró, «Ariana, no lo sé. Realmente no lo sé».
Sus palabras quedaron suspendidas en el aire, una franca admisión de su dependencia de un futuro hipotético que podría nunca materializarse. Fue una dolorosa realización para ambos, destacando la fragilidad de nuestra situación actual y el camino incierto por delante.
Los meses pasaron y la tensión comenzó a notarse. Las conversaciones sobre el futuro se volvieron más infrecuentes, reemplazadas por un acuerdo silencioso de evitar la incomodidad que traían. Nuestra relación, que una vez estuvo llena de risas y planes para un futuro compartido, había comenzado a sentirse como un juego de espera.
Una lluviosa tarde de marzo, llegué a casa para encontrar que las pertenencias de Javier habían desaparecido. No había nota, ninguna explicación, solo la cruda realidad de un armario medio vacío. Parecía que había decidido buscar su motivación en otro lugar.
Mientras me sentaba entre los restos de nuestra vida juntos, no pude evitar sentirme tanto desconsolada como de alguna manera liberada. Liberada de la carga de esperar un cambio que quizás nunca llegaría, y desconsolada por un amor que no fue lo suficientemente fuerte para inspirar un cambio por sí solo.