«Una semana de noches en vela transformó a mi marido. Mi madre dice que simplemente se rompió»
Comenzó de manera sutil, los cambios en Javier. Siempre fue el tipo de hombre que podía iluminar una habitación con su sonrisa, el tipo que me sorprendía con desayuno en la cama un lúgubre lunes por la mañana. Pero esos días parecen ahora un recuerdo lejano, eclipsados por las recientes noches en vela que han dejado círculos profundos bajo sus ojos y un ceño permanente grabado en su rostro.
Los problemas comenzaron cuando la empresa de Javier lanzó un nuevo proyecto. Al principio estaba emocionado, ansioso por demostrar su valía a sus jefes. Pero el proyecto resultó ser más exigente de lo que nadie había anticipado. Los plazos eran ajustados, el equipo estaba infradotado y Javier comenzó a quedarse tarde en la oficina, a menudo llegando a casa mucho después de que Lucía y yo nos hubiéramos ido a la cama.
Al principio, fui comprensiva. Entendía la importancia de este proyecto para su carrera. Pero a medida que las semanas se convertían en meses, las noches tardías se convirtieron en la norma, y el estrés comenzó a pasarle factura. Se volvió irritable, reaccionando exageradamente por las cosas más pequeñas. Nuestras conversaciones, que una vez estuvieron llenas de risas y planes para el futuro, ahora eran cortas y tensas. Lucía, que adoraba a su padre, comenzó a retraerse, confundida por sus cambios repentinos.
Una noche, hace aproximadamente una semana, todo llegó a un punto crítico. Javier llegó a casa más tarde de lo habitual, con pasos pesados y los ojos rojos. Lo había esperado despierta, preocupada pero también frustrada. El aire entre nosotros estaba cargado mientras le preguntaba si estaba bien. No respondió, solo se sirvió una bebida y se sentó en silencio en la mesa de la cocina.
El silencio era insoportable. Insistí, preguntándole si había algo más de lo que quería hablar. Fue entonces cuando explotó, su voz una mezcla de dolor y enojo. Confesó que se sentía atrapado, que su trabajo le estaba chupando la vida y no sabía cómo escapar. Traté de consolarlo, pero se apartó de mí, saliendo de la habitación.
A la mañana siguiente, Javier se había ido. Había hecho una maleta y se fue a casa de sus padres sin decir una palabra. Lo llamé varias veces, pero no respondió. Finalmente, su madre contestó. Me dijo que Javier necesitaba tiempo para ordenar sus ideas, que el hombre que describía por teléfono no era su hijo. «Simplemente se rompió», dijo ella, con un tono de finalidad en su voz.
Ahora, solo estamos Lucía y yo. Mi madre viene cuando puede, pero tiene su propia vida que llevar. Me dice que quizás esto sea lo mejor, que Javier necesita encontrarse a sí mismo de nuevo. Pero en la quietud de la noche, cuando estoy sola con mis pensamientos y la suave respiración de Lucía, no puedo evitar sentirme abandonada.
No sé qué nos depara el futuro. No sé si el hombre con el que me casé volverá a nosotros, o si las noches en vela lo han cambiado para siempre. Todo lo que sé es que el calor que una vez compartimos ha sido reemplazado por una incertidumbre escalofriante, y el silencio en nuestro hogar es más fuerte que nunca.