«Cuando Mi Suegra Dijo, ‘Entonces, ¿Estamos de Acuerdo? Toma el Préstamo.’ Todos Me Ignoraron: Empaqué Mis Cosas y Volví a Casa de Mi Madre»
Conocí a Juan durante mi segundo año de universidad. Era encantador, atento y todo lo que pensaba que quería en una pareja. Después de salir durante ocho meses, decidimos casarnos. Yo tenía 20 años y el mundo parecía lleno de posibilidades. Nos mudamos con sus padres para ahorrar dinero mientras ambos terminábamos nuestros estudios.
Al principio, vivir con sus padres parecía una buena idea. Eran acogedores y solidarios, o eso creía yo. Pero con el tiempo, las grietas comenzaron a aparecer. La madre de Juan, María, tenía una manera de hacerme sentir pequeña e insignificante. A menudo hacía comentarios sarcásticos sobre mi forma de cocinar o de limpiar la casa. Juan lo minimizaba, diciendo que solo intentaba ayudar.
Una noche, después de un día especialmente agotador en el trabajo y la escuela, llegué a casa y encontré a María esperándome en la sala de estar. Juan y su padre también estaban allí, luciendo inusualmente serios.
«Sara,» comenzó María, «necesitamos hablar de algo importante.»
Me senté, sintiendo un nudo formarse en mi estómago. Continuó explicando que habían encontrado una gran oportunidad de inversión: un nuevo negocio que requería una cantidad significativa de dinero por adelantado. Querían que yo pidiera un préstamo a mi nombre para ayudar a financiarlo.
«Eres joven y tienes buen crédito,» dijo María con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. «Será fácil para ti obtener la aprobación.»
Miré a Juan, esperando que me apoyara, pero él solo asintió en señal de acuerdo. «Es una gran oportunidad para todos nosotros,» dijo.
Me sentí acorralada. «No creo que sea una buena idea,» dije con cautela. «Deberíamos centrarnos en terminar la escuela y conseguir trabajos estables primero.»
La sonrisa de María desapareció. «Entonces, ¿estamos de acuerdo? Toma el préstamo,» dijo, con un tono que no dejaba lugar a discusión.
Todos ignoraron mi vacilación. Era como si mi opinión no importara en absoluto. Sentí una oleada de ira y frustración. Esta no era la vida que había imaginado cuando me casé con Juan.
Esa noche, me quedé despierta pensando en mis opciones. Cuanto más lo pensaba, más claro se volvía que no podía quedarme en este ambiente tóxico. A la mañana siguiente, mientras todos estaban fuera, empaqué mis cosas y dejé una nota para Juan.
«No puedo hacer esto más,» escribí. «Me voy a casa de mi madre.»
Cuando llegué a casa de mi madre, me recibió con los brazos abiertos. Sentí como si me hubieran quitado un peso de encima. Pero el alivio duró poco. Juan me llamó repetidamente, dejando mensajes de voz enfadados exigiendo que volviera y cumpliera con mis «responsabilidades.»
Poco después presenté la demanda de divorcio. Fue un proceso doloroso, pero necesario para mi propio bienestar. Juan y su familia intentaron hacerme la vida difícil durante el proceso, pero me mantuve firme.
Al final, perdí más que solo un esposo; perdí la creencia ingenua de que el amor podía conquistar todo. Fue una lección dura, pero una que me hizo más fuerte.